Al dar un vistazo al mundo posmoderno, es posible notar que muy pocas personas, en especial los jóvenes, tienen una conciencia acerca de la gravedad del pecado.
Muchas preguntas surgen al respecto: ¿qué es el pecado? ¿Por qué es malo realizar ciertas cosas ligadas a mi cultura natal? ¿A caso puede Dios juzgarme por un pecado cometido por una pareja de esposos que vivieron hace más de 5.000 años en un huerto en Edén? ¿Es realmente un problema ser amigo del mundo y dar rienda suelta a los deseos de mi carne?
Sé que muchas preguntan asaltan a los jóvenes, pero vale la pena empezar por responder la primera (y quizá la más importante): ¿qué es el pecado?
Una definición del pecado
El pecado es una decisión consciente del ser humano, por medio de la cual trasgrede la Ley de Dios, apartándose de Su voluntad.
1 Juan 3:4 afirma que “Todo el que practica el pecado, practica también la infracción de la ley, pues el pecado es infracción de la ley”.
Y este pecado no sólo tiene que ver con una actividad concreta, sino con los afectos del corazón. Jesús enseñó que “del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mateo 15:19).
En ese sentido, pecado es todo aquello que se hace por fuera de la voluntad de Dios y todo aquello que se piensa y se anhela fuera de la voluntad de Dios.
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En el huerto del Edén, Adán y Eva infringieron esta Ley de Dios, tanto de pensamiento como de obra. En Génesis 3 se nos explica que Eva se dejó engañar de Satanás, y entonces consideró que era bueno dudar de Dios y hacer su propia voluntad: comer del fruto prohibido.
La raíz de su pecado fue el orgullo; ella quiso ser como Dios y consciente y voluntariamente, ejerció su libre albedrío para decidir por lo malo. Lo mismo le pasó a Adán, que comió del fruto que su mujer le dio.
“Y, qué tengo que ver yo con el problema de Adán y Eva”, he oído decir. La respuesta es que mucho. El pecado trajo serias consecuencias para los descendientes de los primeros seres humanos.
Las graves consecuencias del pecado
Génesis nos explica que una consecuencia fatal de esta decisión fue que la muerte entró al mundo (Gn. 3:19). El texto bíblico que soporta este argumento es Romanos 5:12, en el que Pablo afirma que “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte”.
Pero, ¿de qué muerte habla Pablo? ¿Es una muerte sólo física o también espiritual?
Al leer Efesios 2:15, entendemos que los seres humanos, aunque están vivos físicamente, están “muertos en sus delitos y pecados”, por lo que podemos afirmar que esta muerte es también una muerte espiritual, que afectó nuestros afectos y voluntades.
¿Te has preguntado cuál es el origen de tanta maldad en todo el mundo? El pecado es la causa. Bien sea que miremos a derecha o a la izquierda, la maldad nos acecha por doquier: robos, homicidios, corrupción y cuanta cantidad de males podamos imaginar.
Una vez Adán y Eva dieron a luz a sus primeros hijos, era de esperar que estos nacieran conforme a su imagen y semejanza (Génesis 5:3). Ellos recibieron de sus padres todo el material genético necesario para ser humanos, pero también recibieron un alma y una voluntad corrompidas, como la de sus padres.
En otras palabras, los hijos de Adán fueron formados en el vientre de Eva en maldad y concebidos con la naturaleza pecaminosa (lee Salmo 51:5).
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Tú y yo hemos nacido en pecado y las consecuencias han sido ceguera espiritual, incapacidad de discernir con sano juicio, sufrimiento emocional, desesperanza y una perpetua confusión acerca de quiénes somos.
Pero hay otra terrible consecuencia debida al pecado: que Dios, siendo infinitamente poderoso, justo y santo, está en contra nuestra. ¡¿Te has puesto a pensar que la palabra «santo» para los judíos que salieron de Egipto significaba «lo terrible?! (Lee Éxodo 20:18-26). Con razón el escritor de la epístola a los Hebreos reaccionó ante este hecho así: “!Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (He. 10:31).
Dios es santo, lo que implica que él es moralmente recto, pero también apartado de toda maldad. Él odia al pecado porque se opone a su propia esencia. Y él resiste al pecador porque no le representa legítimamente.
Es debido a la santidad de Dios que él ejerce su justicia: “la paga del pecado es la muerte” (Ro. 23). Lo que merece un trasgresor de la Ley divina es el destierro, la vergüenza y la destrucción. Sólo al reconocer esto es que podemos entender las palabras del salmista, cuando dijo: “Los insensatos no estarán delante de tus ojos; Aborreces a todos los que hacen iniquidad. Destruirás a los que hablan mentira; Al hombre sanguinario y engañador abominará Jehová.” (Sal. 5:5-6).
El infierno, aquello a lo que tanto tememos pero menos tomamos en serio, fue creado precisamente a causa del pecado; es el lugar designado para aquellos que viven en iniquidad. Es la justicia de Dios condenando al pecador eternamente.
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Entonces, el pecado es nefasto por lo que produce en nosotros y en el mundo, pero también lo es por la posición en la que nos pone delante de Dios.
Entonces, ¿qué podemos hacer?
Jesucristo: nuestro libertador del pecado y el juicio divino
Pablo dijo que “así como por la desobediencia de un hombre [Adán] los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno [Cristo], los muchos serán constituidos justos” (Ro. 5:18-19).
Jesucristo nació sin pecado, porque su madre, María, concebió por el Espíritu Santo, quien la cubrió con su sombra. Este milagro permitió que nuestro Señor no heredara la naturaleza pecaminosa de Adán y Eva, y pudiera ser nuestro sustituto.
Sí, sustituto. Recuerda que la paga del pecado es la muerte. El Señor vino al mundo para cumplir la Ley de Dios, esa que nosotros no pudimos cumplir. Él obedeció cada tilde y cada jota de la Ley, y lo hizo sin pecar una sola vez.
Y Dios el Padre, en su plan maestro para salvarnos y debido a su eterno amor, quiso someter a Su Hijo a la muerte en la cruz, para que, una vez allí, pudiese pagar por los pecados que él no había cometido.
A esto se le llama doble intercambio: por medio de la fe, Cristo pone su justicia (es decir, su obediencia perfecta) a nuestro favor, y nosotros ponemos a su cuenta (sobre él) nuestros pecados.
Cuando Dios el Padre le sentenció a muerte, Cristo pagó el precio de nuestra redención, es decir, esa maldición que cargábamos desde Adán y Eva, y sólo entonces fuimos constituidos justos delante de Dios y librados del castigo eterno.
Ahora, arraigados a Cristo (sólo así), tenemos una vida libre de las consecuencias nefastas del pecado, pero también una puerta abierta que conduce al trono de la gracia y el amor del Padre. Gracias a Cristo ya no hay frente a nosotros un trono de juicio y santa ira, sino paz y vida eterna.
Y tú, ¿qué harás ante esta realidad que nos presenta la Biblia? ¿Seguirás abrumado por el pecado y en enemistad con el Todopoderoso? Oro que no te falte la fe y un espíritu de arrepentimiento.
*Este artículo fue escrito tomando como referencia otro artículo de El Camino de Damasco, titulado ¿Cómo heredamos el pecado de Adán?, publicado por Harold Cortés.