Cuenta la historia que en 1980 existió una ciudad llamada Kowloon, ubicada cerca de la isla de Hong Kong. Esta ciudad fue construida a mediados del siglo XIX y perteneció por mucho tiempo a la dinastía Song, aunque fue gobernada por el Imperio Británico durante gran parte del siglo XX.
Al ser una península inglesa, pronto los chinos abandonaron la zona y posteriormente los británicos decidieron regresar a su país, dejando a la ciudad sin autoridad.
Con el tiempo, este trozo de tierra de 2.6 hectáreas y poco más de 500 personas se convirtió en un espacio en donde habitaban 40.000 ciudadanos.
Se podría pensar que en esta ciudad sin ley se vivía de mil maravillas, pero con el tiempo se demostró todo lo contrario: Kowloon se convirtió en un mundo perdido de inmigrantes ilegales y delincuentes.
Un periodista relata que “las calles de Kowloon parecían pequeñas cuevas y sus estructuras apretadas mantenían a muchos de los residentes en la oscuridad”. Por esta razón se conocía a esta ciudad como “Hak Nam” o la “Ciudad de la Oscuridad”.
Pero para los habitantes de Kowloon no existía un lugar igual. Era un territorio libertino conocido por sus excesos: drogas, prostitución, estafas, mercado negro y tráfico de órganos. En aquella época (y hablamos de hace 35 años) resultaba imposible salir a pasear sin encontrar un casino o un burdel en cada esquina.
Todo esto siguió así hasta que en 1987 Margaret Thatcher (la primera ministra del Reino Unido en esa época) firmó la soberanía de Hong Kong a la China comunista y el gobierno asiático puso cartas sobre este asunto. Las autoridades ordenaron la evacuación de todos los residentes de la ciudad y su futura demolición.
Para algunos ciudadanos esta noticia significaba el fin de una era de oscuridad y suciedad que el mundo había llegado a conocer como el “cáncer de Kowloon”. Pero para otros salir de la ciudad amurallada no era una opción; se habían acostumbrado a vivir sin jurisdicción y disfrutaban de sus conductas inmorales. Fue tanto así que, tras conocerse la noticia, un anciano se situó al borde de un tejado y amenazó con suicidarse si no se le permitía quedarse.
Finalmente, en enero de 1993 la ciudad se había vaciado por completo y estaba preparada para la demolición. Ocurrió una tarde, cuando el sol se puso por última vez. Con la electricidad desconectada y los pozos cubiertos, la “Ciudad de la oscuridad” desapareció, y con ella el cáncer.
El caso de los jueces
La historia de Kowloon nos invita a reflexionar sobre lo que pasa con una persona, una familia o una nación que decide vivir sin autoridad estatal.
Pero la Biblia nos cuenta una historia similar en el libro de Jueces que nos muestra lo que ocurre cuando las personas deciden vivir sin la autoridad de Dios. En ese tiempo, la nación de Israel estaba a las puertas de Canaán y tenía la tarea de limpiar el territorio de los ídolos para establecer en ella el reino de Dios.
Aunque Josué les advirtió a los judíos sobre las consecuencias de desobedecer al Señor en este aspecto, Jueces 2:11 nos dice que tan pronto su líder murió “los hijos de Israel hicieron lo malo delante de los ojos Dios, y sirvieron a los baales [dioses cananeos]”.
Lo que vino después fue una espantosa decadencia moral. Los judíos adoraron dioses falsos y abandonaron por completo el culto del Señor; pervirtieron los instrumentos santos y casaron a sus hijas con paganos, por lo que Dios desató una serie de juicios.
El pasaje que resume esta época de decadencia está en Jueces 17:6: “En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía«. Otra versión dice: “cada uno hacía lo que le daba la gana”.
Lo que llama la atención del texto es la declaración que hace el escritor: “en aquellos días no había rey en Israel”. Si bien el escritor de Jueces escribió esta frase para recordarle a sus lectores originales lo que pasó en los tiempos cuando no había rey en Israel, lo que resulta paradójico era que los judíos vivieran de esa manera.
Desde que el Señor los rescató de Egipto se mostró como un Dios soberano, temible, maravilloso en poderosas hazañas, Santo y justo, merecedor de toda la obediencia y la adoración. Todas sus proezas, ordenanzas y decretos tenían el propósito de enseñarles a los judíos que Él era el rey del universo, el Dios de dioses y Señor de señores.
Por eso era paradójico que la nación viviera sin Dios ni ley cuando Él mismo les había hablado por medio de su Ángel (el Cristo preencarnado): “Yo los saqué a ustedes de Egipto y los hice entrar en la tierra que juré darles a sus antepasados. Dije: ‘Nunca quebrantaré mi pacto con ustedes; ustedes, por su parte, no harán ningún pacto con la gente de esta tierra, sino que derribarán sus altares’” (Jue. 2:1-2).
Un problema de concepto
Vemos que la nación de Israel tenía un inadecuado concepto de la soberanía de Dios. La soberanía de Dios significa que Dios gobierna sobre su creación, tiene total autoridad para hacer con ella lo que bien le plazca, y es digno de toda obediencia y adoración por parte de sus criaturas.
Con todo, la nación de Israel hacía lo que «le daba la gana». En otras palabras, vivían como bien les parecía. A pesar de que eran el pueblo de Dios, actuaban según su propio criterio, vivían bajo sus propias normas, tomaban decisiones guiados por su propias opiniones, hablaban según sus propias palabras.
¿Cuál fue la consecuencia? Que a medida que pecaban, su corazón se endurecía más y más.
El libro de Jueces nos dice que una vez Dios los azotaba por medio de la opresión de otras naciones, los judíos volvían arrepentidos a Él para ser librados, pero luego volvían a sus pecaminosas prácticas. Como resultado, la nación fue perdiendo su sensibilidad ante el pecado; su conciencia se hizo más callosa y le fue cada vez más difícil hacer lo que era bueno a los ojos de Dios.
Su vida sin ley ni Dios la llevó no sólo a vivir en carne propia los más despreciables actos de inmoralidad jamás cometidos, sino a perder el favor de Dios. Esa generación, como los habitantes de la ciudad asiática de Kowloon, vivió tiempos de densa oscuridad y confusión.
Pero nuestro rey vive
La paradoja de ser parte del pueblo de Dios y vivir como si no existiera Dios sigue vigente en la actualidad. Es alarmante el número de personas que se hacen llamar cristianas que viven como si Su Rey no estuviera sentado en el trono.
Estas personas están acostumbradas a vivir un cristianismo hecho a la medida de sus caprichos. Afirman ser seguidoras de Cristo, pero viven de acuerdo con sus propias normas. Quieren el favor de Dios, pero siempre y cuando se ajuste a sus estándares. Dicen creer en la Biblia, pero cuando ella les expone su pecado buscan cualquier argumento para desacreditar su autoridad.
Vivir sin Dios en el mundo es una desgracia. Pero vivir sin Dios cuando nos contamos como parte del pueblo de Dios es una tragedia.
Tweet
Los verdaderos creyentes deben vivir con la plena convicción de que su Rey vive. Zacarías, profetizando la venida de Cristo, escribió: “El Señor reinará sobre toda la tierra. En aquel día el Señor será el único Dios, y su nombre será el único nombre” (Zac. 14:9). Isaías también profetizó: “Porque Jehová es nuestro juez, Jehová es nuestro legislador, Jehová es nuestro Rey; él mismo nos salvará” (Is. 33:22).
¿Qué nos demanda Dios ante esta verdad irrefutable? Juan el Bautista, el emisario enviado por Dios para preparar el camino del Rey, Jesucristo, lo expresó así: “Se ha cumplido el tiempo. El reino de Dios está cerca. ¡Arrepiéntanse y crean las buenas nuevas!” (Mr. 1:15).
La consecuencia es arrepentirse y creer en el evangelio. Jesucristo vive, “en su manto y en su muslo tiene un nombre escrito: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (Ap. 19:16), por tanto le debemos obediencia y adoración.
Como creyentes no vivimos la vida como bien nos parece o “como nos da la gana”. Hacemos parte de un reino que tiene normas y criterios éticos. Si el creyente aplica cada uno de estos principios, puede estar seguro que a su vida vendrán toda clase de bienes espirituales para la prosperidad de su alma.
Los verdaderos creyentes someten sus vidas, sus familias, su iglesia, su trabajo y su nación a los pies de aquel que reina por los siglos. Sólo así serán como una ciudad asentada sobre una cumbre amurallada, en la cual resplandece la luz de la faz de Jesucristo; entonces, todo lo que hacen prosperará (lee Salmo 1).
Y tú, ¿vives como si el Dios del universo estuviese sentado en el trono de tu corazón? O por el contrario, ¿te guías por tu propio criterio en los asuntos de tu vida?
Piensa en esto
- El reino de Dios nos exige que actuemos de acuerdo con el estándar divino, no bajo nuestros propios criterios.
- El reino de Dios nos exhorta a someternos a la Palabra de Dios como nuestra única norma de fe y práctica.
- El reino de Dios nos demanda que apliquemos la Palabra en cada aspecto de nuestras vidas para recibir las bendiciones prometidas.
Introduce tu correo electrónico y recibe en tu bandeja los artículos de El Camino de Damasco.