¿Cometió Jesús algún pecado?

La respuesta es enfática: no, y te explicaré por qué.

Isaías 53:11 es quizá uno de los versículos que más claramente habla sobre la importancia de que el Mesías fuera un hombre sin pecado, es decir, justo y recto delante de Dios.  El pasaje dice:

“Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos”.

Isaías 53:11.

¿Por qué era necesario que Cristo fuera sin pecado? ¿Hay algún problema con creer que Jesús vivió una vida como cual otro ser humano, incluso con errores y pecado?

Este pasaje anuncia que el mesías debía tener una vida justa (y esto debe guardarlo en su corazón todo creyente) porque su oficio sería morir por los pecados de otros. En otras palabras, es trascendental para la fe cristiana creer y estar persuadidos de que Cristo fue 100% santo.

Por una parte, una primera tarea que debía cumplir Cristo era justificar a los impíos. Pero, por otra parte, su tarea era llevar las iniquidades del pueblo.

Ahora, ¿cómo iba Cristo a justificar a los impíos? Este término jurídico significa imputar una cualidad de rectitud a una persona que no la tiene, mediante una acción legal. En otras palabras, el Mesías tenía la tarea de hacer justos a los pecadores.

La primer pregunta que vale la pena hacerse es: ¿por qué se culpa a los seres humanos? ¿Cuál fue su pecado? El pecado de todo ser humano fue trasgredir la ley de Dios.

1 Juan 3:4 afirma que “Todo el que practica el pecado, practica también la infracción de la ley, pues el pecado es infracción de la ley”.

Si alguno osara a objetar que ha infringido la ley de Dios, es decir los diez mandamientos, sólo hace falta que se pregunte a sí mismo si acaso alguna vez en su vida ha mentido, o a hablado o pensado algo malo sobre Dios, o ha codiciado los bienes y posesiones del prójimo, o ha deseado la mujer o el hombre del prójimo, o se ha enojado con alguien, así sea una sola vez. Si la respuesta es que sí, entonces ha infringido la ley de Dios.

El primer problema para el ser humano que romper la ley de Dios no es el acto en sí mismo, sino las consecuencias del mismo.

Pablo afirmó en Romanos 6:23 que “la paga del pecado es muerte”. Dicho de otra manera, la ley de Dios fue dada al hombre para ser cumplida a cabalidad, y con toda perfección. Quienes no obedecían esta ley en el Antiguo Testamento morían irremediablemente, tal como lo muestran los duros castigos que Dios ejecutó sobre el pueblo de Israel en el desierto.

El segundo problema para el ser humano es que cuando Dios nos llama a cumplir su ley, y demanda perfección absoluta por parte de nosotros, nos encontramos con que el hombre natural no puede obedecer estos mandamientos por sí mismo.

Nadie puede ser perfecto como Dios y reflejar el estándar de santidad que demanda la ley, porque estamos muertos en nuestros delitos y pecados (Efesios 2:11) y continuamente anhelamos el mal (Romanos 6 y 7).

Entonces, ¿cómo hacernos justos delante de Dios?

Nadie puede hacerlo, excepto por la obra de un justo.

Isaías 53:11 dice que el siervo del Señor, esto es, el Mesías, es un ser “justo”. La palabra justo en el hebreo significa “inocente” o “persona sin culpa”, y esto se aplica bien en el caso de Cristo porque fue alguien que nunca cometió ni un solo pecado.

De manera positiva, la obra del Mesías consistió en hacer inocentes a los pecadores. Mientras que, de manera negativa, la obra del Mesías consistió en llevar los pecados de los culpables.

Todo esto lo pudo hacer Cristo no sólo porque nació sin pecado por medio de una concepción milagrosa del Espíritu Santo en el vientre de María, que impidió que Jesús heredara el pecado de Adán, sino también porque durante su vida cumplió cada jota y cada punto de la ley, convirtiéndose en una persona “inocente”.

La importancia de la inocencia de Cristo es que, para poder librar a su pueblo de la maldición del pecado, debía cumplir con la exigencia de la ley: la paga del pecado es la muerte.

Dios no podía hacer justos a los pecadores sin antes declarar la sentencia por el pecado. En otras palabras, alguien debía morir, pero no cualquier persona, sino uno que en todo hubiese obedecido perfectamente la ley de Dios.

Jesucristo cumplió la ley ceremonial de Levítico (Lc. 2:39; Mt. 3:13-15). Obedeció cada mandamiento, como honrar a sus padres y someterse a ellos (Lc. 2:51). Leyó las sagradas escrituras, meditándolas y se congregó en el día de reposo (Lc. 4:1). Asistió y celebró las fiestas judías (Jn. 2:13, 5:1, 7:2-10, 10:22, 13:1). Oró intensamente y ayunó (Lc. 5:16, Mr. 1:35, 6:46-47, Mt. 4:11).

Jesucristo buscó la voluntad de Dios y vivió en el poder del Espíritu (Lc. 22:41-42). Superó la tentación de Satanás (Mt. 4:1-11). Amó a su Padre celestial con toda su alma, mente y corazón (Jn. 2:17, Lc. 2:46-49, Jn. 7:18). Amó a sus discípulos (Mt. 9:36, Jn. 13:1) y aún amó a sus enemigos, orando por el perdón de sus pecados incluso en la cruz del calvario (Lc. 23:34).

Mediante esta obediencia y santidad absolutas, Cristo pudo ir a la cruz en nuestro lugar, cargar nuestras iniquidades y mediante su muerte pagar la sentencia que había en contra de nosotros.

Colosenses 2:13-15 nos resume esta preciosa obra del Señor a nuestro favor:

Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz.

Colosenses 2:13-15.

En suma: creer en la vida sin pecado de Cristo es la columna vertebral de nuestra fe, y nuestro gran consuelo y esperanza. A él sea la gloria.

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